Que todos los viajes sean lunas de miel
0| Actualizado el 1 julio 2019
Fotos y texto por Sara y David, del blog Retratos Viajeros
Me mira con toda la curiosidad que cabe en sus grandes ojos negros. Yo sonrío y saludo con un ‘hi’. Ella corre a esconderse tras su madre y le dice algo al oído. La mujer me mira y dibuja una sonrisa en los labios. Por megafonía anuncian algo que no entendemos. Mi marido -aún se me hace raro emplear esta palabra– habla con una de las azafatas. Nos han cambiado la hora del vuelo una vez más, lo que significa que aún tenemos una hora de espera por delante.
Nos delatan muchas cosas, pero sobre todo la curiosidad. Todo aquí me asombra. Las frutas de forma exótica y delicioso sabor que abundan en los mercadillos, como el rambután o el mangostán. Las mezquitas que cada mañana a las cuatro recitan, a todo el volumen que sus altavoces permiten, versículos del Corán. Los platos de arroz blanco que acompañan de manera omnipresente cada comida. Las motocicletas que parecen desconocer su número máximo de pasajeros. Somos dos observadores, dos curiosos, dos ladrones. Intentamos llevarnos un trocito de este país en nuestra cámara. Sonrisas, miradas perdidas, paisajes deslumbrantes, el hipnótico movimiento de un dragón de Komodo, el ágil desplazamiento de un orangután, un atardecer en el mar de Flores…
Llevamos apenas veintiséis días de viaje pero tengo la sensación de haber estado haciendo esto siempre. Es sorprendente lo rápido que se acostumbra uno a los cambios. A conducir por la izquierda, a que las duchas sean de agua fría, a agradecer con un terima khasi, a pensar las cantidades en miles, a los madrugones, a que sea noche cerrada a las siete de la tarde… Cuando llegamos a Yogyakarta supe que esto me gustaría. Nuestros dos días en Singapur apenas habían sido un adelanto de esta Asia, la que a nosotros nos apasiona, tan ruidosa y alocada, tan caótica, tan auténtica.
Indonesia es un país que cambia en cada isla. En realidad, son muchos países unidos. Todo es distinto cuando se salta de una isla a otra: las personas, sus ropas, los paisajes, la religión, el clima, los turistas. Sí, incluso nosotros vamos cambiando. Los bohemios que acuden a Bali en busca de locales modernos y cuidados en los que hacerse un selfie, los aventureros que se pasan cuatro días a la deriva en el mar de Flores o los mochileros que escalan el cráter de un volcán en Java.
Como decía, todo empezó en Yogyakarta. Una ciudad que gira en torno a una calle con nombre de marca de tabaco: JL. Malioboro. La arteria principal de Yogya, como la llaman los que la habitan. Una calle donde se vende y se compra, se cambia, se come, se regatea. A una hora de distancia, el templo de Borobudur, con sus budas y sus campanas. Si te fijas bien, puedes ver en el horizonte la silueta del volcán Merapi. Y, si tienes suerte y ganas de madrugar, puede que solo te topes con una docena de turistas.
Prambanan es la inevitable siguiente parada del trayecto. Un conjunto de templos que nos traen recuerdos de la India. Un templo hindú en medio de una isla musulmana. Una anomalía, quizás sea por ello su belleza. Recuerdo que lo pensaba al día siguiente, mientras helados de frío esperábamos a que amaneciera el monte Bromo: a veces la belleza está en la diferencia. Es posible que por eso no nos cansemos de fotografiar los rostros de aquí: por diferentes, por sonrientes, por bellos.
Fue un amanecer ansiado y no defraudó, el del Bromo. Nos pusimos en primera línea, ajenos a los cientos de turistas que se agolpaban a nuestras espaldas. No les culpo, la verdad. Es comprensible que las cosas bonitas del planeta haya que compartirlas. Sería muy egoísta pretender disponer de algo tan especial para nosotros solos y, aún así, nos hubiera gustado. A quien no. Aunque, si he de ser sincera, más que el amanecer, fue el cráter lo que me cautivó. No sé si alguna vez has visto el cráter de un volcán activo, pero es algo indescriptible. No hubo fotografía capaz de atrapar eso, así que nos tuvimos que conformar con mirarlo durante un buen rato y, sobre todo, escucharlo. Nada nos podía hacer pensar que al día siguiente la experiencia se magnificaría.
No fue fácil llegar a Ijen. La subida de madrugada, a oscuras, la cuesta, la nube de azufre que de vez en cuando te obligaba a ponerte la mascarilla… y, después, la bajada. Empinada, estrecha, rocosa, arriesgada. Lo cierto es que no la recuerdo ya, como tampoco me acuerdo del picor que el azufre provocó en mis ojos, de mis pulmones tratando de encontrar oxígeno, colapsados por el gas tóxico que emanaba el volcán. Solo recuerdo la llama azul. Preciosa, brillante, increíble, única. Recuerdo el río de fuego azul como si fuera un espejismo, un sueño. Y después, el regreso. Los paisajes de ensueño, verdes, nublados, frondosos, infinitos. Como una recompensa, como un lo siento, como un hasta siempre. Porque sí, así decíamos adiós a la isla de Java, desde un ferry que nos llevaba a Bali.
Y Bali fue exactamente lo que esperábamos que fuera. Un sentimiento agridulce. Una isla llena de historia, de cultura, de arte… y de instagramers. Salíamos con el sol para intentar arañar unos minutos de soledad en sus templos. Qué increíbles, que bellos, qué tranquilos estaban entonces. Luego avanzaba el día y se llenaban de turistas con sarong, de cámaras, de ofrendas, de bendiciones. La soledad es lo más caro que hay en Bali, una isla que se ha ido convirtiendo poco a poco en el escenario de un selfie.
Aunque, por debajo de ese filtro de Instagram, aún queda algo auténtico. Hay otra Bali, una en la que dos hombres intercambian una gallina en plena calle, donde se cultivan los campos de arroz con sombreros de bambú y la gente compra fruta en un puesto callejero, una Bali llena de templos que esperan vacíos su ofrenda diaria, un Bali que huele a madera quemada, un Bali de palmeras infinitas , de niños bañándose en un río, de extraños que te sonríen al cruzarse contigo, de perros que deambulan a su ritmo por las carreteras, de warungs construidos con cuatro chapas y un banco de madera, un Bali de puertas que no llevan a ninguna parte y de mujeres pelando verdura en la puerta de sus casas, de gente echada la siesta bajo la sombra de un árbol, de cometas sobrevolando los arrozales al ritmo del viento, donde las estatuas visten sarong blanco y amarillo. Solo tienes que saber verla.
Pero no puedo pasar por Bali de puntillas, no en vano, este viaje empezó por su culpa. Antes, mucho antes de que él y yo fuéramos nosotros, esta isla se situó en el mapa que más tarde empezaríamos a recorrer juntos. En aquel momento ambos pensamos que estábamos bromeando. Nos casaremos en Bali, dijimos entre risas los dos desconocidos que éramos entonces. Y esa broma se convirtió en una promesa. Y esa promesa en una realidad.
Como dije, la belleza a veces está en la diferencia. Y nosotros no queríamos que nuestra boda fuera igual a ninguna otra. Por eso nos pusimos la mochila, cogimos un avión y cumplimos una promesa. Porque una vez le dije que juntos formábamos el mundo entero. Y el mundo entero tendríamos. Eso fue, después de todo, Bali: un principio, el nuestro. Nos casamos casi en un susurro porque entre nosotros las cosas siempre se han dicho con la mirada.
La luna de miel, si es que hay viaje que no lo sea, empezó en la isla de Flores. Una isla que había llegado de casualidad a nuestro itinerario, que la tierra puso allí al estremecerse. Improvisamos y esa improvisación nos llevó de paseo por las nubes, hasta el poblado de Wae Rebo. Un lugar casi tan impresionante como el camino que lleva hasta él.
Y es que Flores tuvo mucho de camino. Una isla en la que la vida se desarrolla a ambos largos de la carretera, donde los niños corren a saludarte y se mueren de la risa si les respondes, donde cuesta encontrar un sitio donde comer y dónde la naturaleza se manifiesta infinita. Las horas pasaban por el reloj mientras nuestras miradas se perdían en los arcenes. Puestos de fruta, colegios, mujeres bañándose en la puerta de sus casas, autobuses escolares con adolescentes fumando en el techo, críos jugando con un neumático viejo… tantas historias como kilómetros de camino.
Llegamos a Labuanbajo, una ciudad de paso, que nos regaló uno de los atardeceres más bonitos de nuestra vida. Los sitios de los que no esperas nada son los que albergan mayor capacidad de sorprenderte. Y este lo hizo, sin duda. Una ciudad que se ha desarrollado en torno a su puerto y que huele a eso: a mar. El punto de partida de una aventura nueva, distinta, la de navegar por el mar durante cuatro días. Un barco, dragones, cascadas y un equipo de snorkel, ¿qué más podíamos pedir?
Fue una locura absoluta, una experiencia de las que no se olvidan. Los días en el mar pasaban entre atardeceres y noches estrelladas, leyendo en cubierta mientras el oleaje nos salpicaba. A veces el barco se detenía y nosotros saltábamos al agua, gafas y tubo en mano, a descubrir que nos ocultaba el fondo del mar. Otras descubríamos que los dragones existen o soñábamos con habitar una isla desierta. Los días se parecían y, al mismo tiempo, eran completamente distintos. Tuvimos algo parecido a la rutina en nuestro pequeño velero y, al mismo tiempo, la más inesperada de las sorpresas: un naufragio con final feliz, eso sí. Y es que lo mejor que te puede pasar cuando el timón de tu barco se rompe en medio de la noche, es que acabes encallado en una tranquila playa del mar de Flores.
Cuando pisamos tierra firme, aún no podíamos creer que solo hubiéramos pasado cuatro días en el mar.
Pero así había sido, intensos, pero breves. Inolvidables. Llegamos a la isla de Lombok casi de puntillas. Un lugar que habíamos soñado visitar, pero que la naturaleza no quiso que formara parte de esta historia. Nos encontramos una isla sacudida por la tierra, con casas derruidas y tiendas de campaña que albergaban a quienes habían huido de la zona norte, la más afectada por los terremotos. Apenas pasamos una noche allí, el tiempo justo para descubrir una isla acogedora y tranquila, quizás el lugar donde más bienvenidos nos sentimos.
A la mañana siguiente volamos de nuevo. Me fascina ver Indonesia desde el aire. Con un mar cuajado de nubes y esas islas diminutas que lo salpican, los volcanes, las arrugas de una tierra que se ha ido formando a base de golpes, los acantilados que cortan como cuchillos el azul del mar, la verde espesura de su vegetación. De Lombok a Java y de ahí, a Sumatra. La gran desconocida. Una isla con una vegetación única, tan especial que la convierte en uno de los dos únicos lugares en el mundo donde se pueden observar orangutanes en libertad. A eso veníamos, aunque no fue lo único que descubrimos.
De la caótica Medan nos fuimos al tranquilo pueblecito de Bukit Lawang, a los pies del Parque Nacional Gunang Leuser. Nos gustó este lugar porque en su día formó parte de un proyecto que se dedicaba a la rehabilitación de orangutanes que habían estado en cautividad. Aquí les habían enseñado a adaptarse a un desconocido entorno natural, a alimentarse, a buscar refugio, en definitiva, a ser libres. Hoy día el proyecto ya no es necesario porque estos increíbles animales lo han conseguido: ya no necesitan ayuda de los humanos para sobrevivir.
Queríamos y buscamos un guía que compartiera nuestra preocupación por preservar la independencia de estos animales, así dimos con Bob. Como nosotros, entendía la importancia de no interferir en su vida y es que, lamentablemente, muchos guías siguen alimentando a los orangutanes para conseguir que se acerquen a los turistas. La experiencia no pudo ser mejor. Sobre todo porque a última hora, cuando todos los turistas se habían marchado, vivimos un momento único en la selva: una gorila y su bebé en un pequeño claro, solo para nosotros. Esos son los momentos que conforman un viaje, los que te quitan el aliento.
Por carretera y con mucha pena, dejamos Bukit Lawang para ir a Berastegi. De camino pudimos ver la parte más triste de este lugar: hectáreas completas de selva deforestadas para albergar plantaciones de aceite de palma. Una triste realidad que está dejando sin hogar a estos animales tan únicos.
Berastagi nos recibió lluviosa y gris. Una ciudad que empieza a conocer el turismo, pero que aún lo mira con curiosidad. Donde nos paraban por la calle para pedirnos fotografías o un ratito de conversación en inglés. Donde se ponían felices con nuestros rudimentarios Sama Sama y esas tres o cuatro palabras en bahasa que hemos conseguido retener. Una ciudad que nos fue ganando a poquitos. Que nos llevó a visitar la caldera de un volcán, el Sibayak. A conocer la arquitectura karo en sus Iglesias imposibles, a descubrir templos budistas ocultos en medio de la selva o la cascada Sipiso piso, con sus cien metros de altura y sus vistas del lago Toba, el lago volcánico más grande del mundo. Cuánta belleza puede salir de un volcán, es asombroso.
Y al final solo nos queda esta despedida. Decimos adiós en voz baja y a solas, en un aeropuerto donde no somos más que dos extraños a los que una niña observa con curiosidad. Puede que Indonesia nunca haya sabido de nosotros, que no dejemos en ella la huella que sí queda en nuestra piel, puede que nos olvide… pero nosotros nos la llevamos en nuestras retinas, en nuestra memoria, en nuestra historia. Un país repleto de sonrisas, de naturaleza, de cultura. Un país que desafía, que sorprende, que enamora.
Siempre nos cuesta decir adiós, pero esta vez se nos antoja más difícil. Quizás porque hemos hecho de Indonesia parte de nosotros, porque esto ha sido más que un viaje: una boda, una luna de miel. Decía Sabina aquello de «que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel». Y eso mismo le digo a mi marido al oído, mientras embarcamos en nuestro vuelo a Kuala Lumpur, que todos nuestros viajes sean lunas de miel.
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